miércoles, 8 de diciembre de 2010

Cuentos navideños para los peques...

Cuentos de Navidad
El Soldadito de Plomo   Hans Christian Andersen


Los guardaba todos en su habitación y, durante el día, pasaba horas y horas felices
 jugando con ellos.

Uno de sus juegos preferidos era el de hacer la guerra con sus soldaditos de plomo.

Los ponía enfrente unos de otros, y daba comienzo a la batalla.
 Cuando se los regalaron, se dio cuenta de que a uno de ellos le faltaba una pierna
a causa de un defecto de fundición.

No obstante, mientras jugaba, colocaba siempre al soldado mutilado en primera línea,

 delante de todos, incitándole a ser el más aguerrido.
Pero el niño no sabía que sus juguetes durante la noche cobraban vida y hablaban
entre ellos, y a veces, al colocar ordenadamente a los soldados, metía por descuido
el soldadito mutilado entre los otros juguetes.

Y así fue como un día el soldadito pudo conocer a una gentil bailarina,

 también de plomo. Entre los dos se estableció una corriente de simpatía y,
 poco a poco,
casi sin darse cuenta, el soldadito se enamoró de ella. Las noches se sucedían
deprisa, una tras otra, y el soldadito enamorado no encontraba nunca el momento
oportuno para declararle su amor. Cuando el niño lo dejaba en medio de los otros
 soldados durante una batalla, anhelaba que la bailarina se diera cuenta
de su valor por la noche , cuando ella le decía si había pasado miedo,
él le respondía con vehemencia que no.

Pero las miradas insistentes y los suspiros del soldadito no pasaron inadvertidos

 por el diablejo que estaba encerrado en una caja de sorpresas. Cada vez que,
 por arte de magia, la caja se abría a medianoche, un dedo amonestante
señalaba al pobre soldadito.

Finalmente, una noche, el diablo estalló.
-¡Eh, tú!, ¡Deja de mirar a la bailarina!
El pobre soldadito se ruborizó, pero la bailarina, muy gentil, lo consoló:
-No le hagas caso, es un envidioso. Yo estoy muy contenta de hablar contigo.
Y lo dijo ruborizándose.

¡Pobres estatuillas de plomo, tan tímidas, que no se atrevían a confesarse

 su mutuo amor!

Pero un día fueron separados, cuando el niño colocó al soldadito

en el alféizar de una ventana.

-¡Quédate aquí y vigila que no entre ningún enemigo, porque aunque seas

cojo bien puedes hacer de centinela!-

El niño colocó luego a los demás soldaditos encima de una mesa para jugar.

Pasaban los días y el soldadito de plomo no era relevado

de su puesto de guardia.
muchísimos juguetes.
Érase una vez un niño que tenía
Una tarde estalló de improviso una tormenta, y un fuerte viento
sacudió la ventana,
 golpeando la figurita de plomo que se precipitó en el vacío. Al caer desde
el alféizar con la cabeza hacia abajo, la bayoneta del fusil se clavó en el suelo.
El viento y la lluvia persistían. ¡Una borrasca de verdad! El agua,
que caía a cántaros,
 pronto formó amplios charcos y pequeños riachuelos que se escapaban
por las alcantarillas.
 Una nube de muchachos aguardaba a que la lluvia amainara, cobijados
en la puerta de una escuela cercana. Cuando la lluvia cesó, se
lanzaron corriendo en dirección
a sus casas, evitando meter los pies en los charcos más grandes.
Dos muchachos
se refugiaron de las últimas gotas que se escurrían de los tejados,
caminando muy pegados a las paredes de los edificios.

Fue así como vieron al soldadito de plomo clavado en tierra, chorreando agua.

-¡Qué lástima que tenga una sola pierna! Si no, me lo hubiera llevado a casa -dijo uno.

-Cojámoslo igualmente, para algo servirá -dijo el otro, y se lo metió en un bolsillo.

Al otro lado de la calle descendía un riachuelo, el cual transportaba una

barquita de papel que llegó hasta allí no se sabe cómo.

-¡Pongámoslo encima y parecerá marinero!- dijo el pequeño que lo había recogido.

Así fue como el soldadito de plomo se convirtió en un navegante.

 El agua vertiginosa del riachuelo era engullida por la alcantarilla
que se tragó también a la barquita. En el canal subterráneo el nivel de las
aguas turbias era alto.

Enormes ratas, cuyos dientes rechinaban, vieron como pasaba por delante

 de ellas el insólito marinero encima de la barquita zozobrante. ¡Pero hacía
falta más que unas míseras ratas para asustarlo, a él que había afrontado
tantos y tantos peligros en sus batallas!

La alcantarilla desembocaba en el río, y hasta él llegó la barquita que

al final zozobró sin remedio empujada por remolinos turbulentos.

Después del naufragio, el soldadito de plomo creyó que su fin estaba

próximo al hundirse en las profundidades del agua. Miles de pensamientos
cruzaron entonces por su mente, pero sobre todo, había uno que le angustiaba
más que ningún otro: era el de no volver a ver jamás a su bailarina...

De pronto, una boca inmensa se lo tragó para cambiar su destino.

El soldadito se encontró en el oscuro estómago de un enorme pez,
que se abalanzó vorazmente sobre él atraído por los brillantes colores de su uniforme.

Sin embargo, el pez no tuvo tiempo de indigestarse con tan pesada comida,

ya que quedó prendido al poco rato en la red que un pescador había tendido en el río.
Poco después acabó agonizando en una cesta de la compra junto con otros
 peces tan desafortunados como él. Resulta que la cocinera de la casa en
la cual había estado el soldadito, se acercó al mercado para comprar pescado.

-Este ejemplar parece apropiado para los invitados de esta noche -dijo la mujer

 contemplando el pescado expuesto encima de un mostrador.

El pez acabó en la cocina y, cuando la cocinera la abrió para limpiarlo,

 se encontró sorprendida con el soldadito en sus manos.

-¡Pero si es uno de los soldaditos de...! -gritó, y fue en busca del niño

para contarle dónde y cómo había encontrado a su soldadito de plomo
al que le faltaba una pierna.

-¡Sí, es el mío! -exclamó jubiloso el niño al reconocer al soldadito mutilado

que había perdido.

-¡Quién sabe cómo llegó hasta la barriga de este pez! ¡Pobrecito, cuantas

aventuras habrá pasado desde que cayó de la ventana!- Y lo colocó en la
repisa de la chimenea donde su hermanita había colocado a la bailarina.

Un milagro había reunido de nuevo a los dos enamorados. Felices de estar

otra vez juntos, durante la noche se contaban lo que había sucedido desde
su separación.

Pero el destino les reservaba otra malévola sorpresa: un vendaval levantó la

 cortina de la ventana y, golpeando a la bailarina, la hizo caer en el hogar.

El soldadito de plomo, asustado, vio como su compañera caía. Sabía que el

fuego estaba encendido porque notaba su calor. Desesperado, se sentía
impotente para salvarla.

¡Qué gran enemigo es el fuego que puede fundir a unas estatuillas de

plomo como nosotros! Balanceándose con su única pierna, trató de mover
el pedestal que lo sostenía. Tras ímprobos esfuerzos, por fin también cayó
al fuego. Unidos esta vez por la desgracia, volvieron a estar cerca el uno del otro,
 tan cerca que el plomo de sus pequeñas peanas, lamido por las llamas,
empezó a fundirse.

El plomo de la peana de uno se mezcló con el del otro, y el metal

adquirió sorprendentemente la forma de corazón.

A punto estaban sus cuerpecitos de fundirse, cuando acertó a pasar por allí el niño.

 Al ver a las dos estatuillas entre las llamas, las empujó con el pie lejos del fuego.
Desde entonces, el soldadito y la bailarina estuvieron siempre juntos, tal y
como el destino los había unido: sobre una sola peana en forma de corazón.

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